lunes, 6 de diciembre de 2010

Felicidad, donde quedó el camino



Felicidad estaba convencida de que uno de esos días despertaría o completamente inválida o completamente curada de todas sus taras. En realidad, no sabía si quería que llegara ese día, y sin embargo, le gustaba dormir.

En los sueños tampoco tenía nunca dinero, andaba por los trenes sin billete, o entraba a vivir en las casas de los demás, vivos o muertos, y siempre propietarios. Todo, salvo su cuerpo, era un no-lugar, y su cuerpo se estaba convirtiendo en un lugar extraño, en el agujero roto del reloj de arena.

Por las noches perfumadas de pólvora y de jazmín, andaba errante. Se sentaba en las plazas y en los bares a escuchar las historias de los demás, hasta que más tarde, en algún momento comprendido entre los diez minutos y la media hora, llegara sin falta algún amable caballero dispuesto a pagarle una copa. Felicidad sonreía y presuponía lógicamente la existencia de un caballo, satisfecha y convencida de la inminente salvación de la humanidad.

Whiskey enderrocs, demolición inagotable.

Y Felicidad se levantaba, iba y volvía de la barra, a los baños, pasando por todas las mesas, y hablaba con policías y ladrones, con madres estafadas, padres abandonados, hijos siucidados, reía y lloraba, y sentía tan grandes cosas que todo el mundo las podía tocar.

Así pasaba gran parte de la noche. El caballero miraba y pagaba. Nadie pedía más. Pero luego llegaba siempre el momento en que Felicidad necesitaba alguien que la cuidara, porque tanta vida se le iba a escapar corriendo por la boca y desde el estómago, y explotarían las insurrecciones profundas de los tiempos más inmemoriables. El caballero resultaba siempre ser un buen tipo, un desheredado sobre un pony de algodón, cargado de tanta paciencia como de alcohol, y cuya comprensión de los acontecimientos desembocaba naturalmente en una afectuosa e indeleble penetración, en una predisposición absoluta para todo lo que jamás no fuera a ocurrir.

Las mañanas llegaban después algo pálidas, y Felicidad se encontraba mejor.
Se quiere ir a casa.
"Ha sido un placer. Gracias, gángster, por el café".

Sin embargo, no recordaba cuál era en esos momentos el lugar al que llamaba casa. Se dedicaba entonces a vagar por la grandes avenidas, con las medias rotas, intentando adivinar el nombre de la ciudad. Quizás lo que buscaba era un tren. Los ojos a veces se le desdibujaban en unas lágrimas negras que se secaban en sus intentos fallidos por escapar de aquella cara atemporal.

A Felicidad la luz le daba sueño, y la oscuridad, miedo. Entonces cerraba los ojos y se echaba a dormir.
Esperaba a un taxi, quizás. Pero no llegaba ninguno porque de hecho ya no existían los coches ni nada susceptible de transportar a un ser humano de un lugar a otro. Le dolían los pies, todo estaba desierto y oscuro, y la lluvia empezaba a crujir sobre el asfalto como la soledad de un arrugado papel en blanco.
El agua caía probablemente de las farolas gracias a un nuevo programa informático. Ella, chorreante imagen divina, guardaba fija la idea de echar a correr, de partirse los tacones como si se estuviera acabando el mundo, de continuar descalza sobre charcos y adoquines hasta que encontrara algún neón que no chisporroteara todas sus estúpidas banalidades.

Pero ella seguía esperando, (in)dependientemente de todos los sentidos (in)existentes. El sol no tenía ninguna necesidad de volver a salir ya más, porque en cierta manera quedaba representado por la luz naranja de la farola de irradiaciones viscoso-muertas. Todo lo que una mujer que un día salió arreglada podría necesitar.

Porque, ¿quién necesita un amo cuando se puede vivir tan de cualquier manera?

Quiso poner los pies en la tierra y se quitó por fin los zapatos para descubrir dos terribles agujeros, para ver que en realidad no tenía pies.
El tiempo se desmayó y la lluvia se invirtió para bajar en dirección contraria, subiendo, ¿qué podía ya importar?, consumiendo poco a poco su cuerpo, que empezó a borrarse lenta y verticalmente. El cuerpo que, por fin comprendió, nunca había existido, salvo durante el cortocircuito momentáneo del pensamiento de una triste-insomne farola de flechas en mapa de bits.

Se deshizo la mujer y apareció el solitario taxi en la noche. Una vez desaparecida Felicidad, ya nunca más dejó de llover, y una bola de pelo, rodando perdida por el suelo...

"... cuando el pasado se va borrando, los recuerdos se convierten en poco más que fantasías, con conectividad nula al presente, consulte al administrador de su red".

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